miércoles, 10 de junio de 2015

El manto de las montañas

Las montañas se cubren con un manto que contiene todas las tonalidades, desde el verde esmeralda hasta el otoñal. Esa vestimenta natural la forman los árboles, los arbustos y las delicadas hierbas. Las raíces se entretejen, forman una red bajo la tierra que estabiliza el suelo y previene la erosión.

La confección de esos ropajes fue paulatina y llevó miles de años. En sí, las montañas se vistieron de color verde antes de la aparición del hombre sobre la Tierra. A todo lo alto, en los huecos de las rocas, el nido de halcón espera el nacimiento de los polluelos. Murciélagos, mariposas, insectos coloridos, reptiles, armadillos, liebres, ardillas. Venados y lobillos. Todos ellos habitantes de las verdes montañas, viven en equilibrio, reciben las lluvias que alimentan los riachuelos, beben en los manantiales. Aceptan el viento y el fuego ocasional producido por algún rayo.

El panorama parece ser la introducción a un cuento infantil, pero es así en realidad, o al menos, antes de la llegada de hombres y mujeres en busca de alimento y de materiales para construir sus viviendas.

Poco a poco, el ser humano, rey de la creación, comenzó a interferir con la belleza y el equilibrio existente en las montañas y los valles. En un principio eran pocos. Tomaban las ramas desgajadas de manera natural, por el excesivo peso o por la acción de los rayos. Luego comenzaron a cortar los troncos más delgados, luego los robustos centenarios porque de ahí obtenían la mejor madera. No se contentaron con lo que necesitaban e iniciaron el comercio.

Los leñadores se internaron en la montaña y subieron. Descubrieron la maravilla de flora y fauna. Durante del día cortaron árboles y cazaron, durante la noche encendieron fogatas. Las candentes brasas no se apagaron por completo y comenzaron los incendios. Pero no había problema, pensaron, el manto de la montaña era interminable.

Los hombres se reprodujeron y enseñaron a sus hijos el sagrado lugar en donde podían encontrar el sustento. Con el paso del tiempo, más y más, recorrieron las montañas y los valles extrayendo sus riquezas. Aún continúan haciéndolo y si en el pasado las herramientas les permitían talar un árbol a la semana, ahora arrasan hectáreas con las poderosas máquinas.

Los legítimos habitantes comenzaron a morir. El nido de halcón y el de águila quedaron vacíos. El colibrí no encontró flores de donde extraer el néctar. Las botas de los leñadores furtivos pisotearon el suelo, introdujeron borregos, vacas, burros, mulas y caballos que se alimentaron de todo lo verde que había. Con ello, se destruyeron los incipientes árboles, tan finos y pequeños como cualquier otra planta y la montaña no pudo renovar su vestimenta.

La historia continuó con el desvío de los manantiales y los ríos hacia las comunidades, hacia las siembras. Las montañas comenzaron a quedar desnudas. Las redes de raíces murieron y no sirvieron más. Los árboles que atraían las lluvias y protegían de los vientos ya no existían. El agua de las tormentas cayó de golpe y no se filtró suavemente al subsuelo.

El hombre ideó la construcción de carreteras con el afán de comunicarse con otras poblaciones. Cortaron cerros, talaron árboles, desviaron los cauces naturales del agua. En donde antes la vista se posaba sobre los verdes generosos ahora encuentra aridez.

Al romperse el equilibrio el clima comenzó a cambiar. Las tormentas no encontraban contención y en una tarde trágica de 1999, los cerros se desgajaron en la Sierra de Puebla sepultando a las familias que habitaban, en la ladera de una barranca, en la población de Teziutlán. La tragedia se extendió a otras poblaciones. Los ríos crecieron desmesuradamente, se desbordaron, arrasaron con todo.

Este ejemplo ha ocurrido en otras partes del mundo y los seres humanos parecen no comprender la importancia de cuidar nuestro entorno. Pero algunos se han propuesto devolver el manto a las montañas y a los valles. De ahí que pensemos en reforestar México y gritar un alto a la deforestación.






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